Todo había
empezado en lo que ella llamaba realidad. Iba de camino a su casa en el
colectivo cuando clavó la mirada con un artista que barajaba sus cartas. Parecía
un sujeto de otro mundo y ella se cuestiono que tanto sentido tenía esa escena.
Después,
cuando la noche cayó, ella fue a un restaurante. Se iba a encontrar con su
familia, o con alguien. No recordaba exactamente quien. Y en su mesa encontró
esas cartas que anhelaban su contacto. ¿Dónde estaba su dueño? Fue por las
mesas pero no encontró a quien buscaba.
Llegó al restaurante
un hombre gordo con su hijo. El hijo tenía deficiencia mental. Ella pensó que
el padre era el artista y se le acercó a hablarle. No sabía bien que es lo que
causó que se enojara tanto. Tal vez debería haberle leído el folleto que traía.
La llevó a un costado oscuro del restaurante y empezó a morderle el cuello con
los pocos dientes que tenía. El dolor era indescriptible, como si un lobo le
desgarrara la piel pero sin tanta fuerza, como la fuerza que tiene una vaca. Una
baca le estaba desgarrando la piel.
Pidió
ayuda. Este hombre (no lo suficientemente gordo) la quería comer. Los otros
hombres se rieron, pero una mujer coreana de traje negro fue la única que
intervino. Sin parpadear, sacó un alma del bolsillo y apretó el gatillo. Si tan
solo no le hubiera fallado al objetivo.
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